Sálvese quien pueda

¿Cuál es la diferencia entre un ser humano y un animal?

Pues que la tendencia general del humano es: “¡Sálvese quien pueda!”, y, en cambio, la prioridad del animal es: “¡Salvémonos todos por la cuenta que nos tiene!”.

Veamos, si no, el caso de las hormigas del Amazonas. Las hormigas del Amazonas son unos fenómenos de hormigas. Cuando viene una crecida de las de órdago que solo pasan de vez en cuando, estos seres diminutos (desde nuestro vanidoso punto de vista, pobres bichitos), que individualmente no tendrían ninguna posibilidad de sobrevivir en la inmensidad del agua (ninguna), obran el milagro al convertirse en un equipo.

En este equipo, todas tienen importancia, todas las vidas han de salvarse, todas deben colaborar en el prodigio, todas tendrán un final común (la salvación o el desastre).

Estas guerreras pequeñajas se unen y se enredan entre sí formando un entramado, una red viva con montones de ojos, montones de patas y montones de antenas, continuamente en movimiento unas respecto a otras pero sin perder nunca la unión que las convierte en otra cosa, en otro ser compuesto de miles de seres, como aquel Ygrámul el Múltiple que aparecía en La historia interminable de Michael Ende. Con este movimiento, consiguen repartir las ventajas y los inconvenientes de cada posición del entramado (hay que estar a las duras y a las maduras), y así se mantienen hasta que consiguen el éxito, bien porque llegan a tierra firme después de mucho flotar en un mar inmenso, o bien porque la crecida desciende y mejora la posibilidad de escapar a suelo seco.

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El misterio de la vida

Hace poco escuchaba a alguien hablar de cómo la ciencia nos había hecho cambiar nuestra percepción del mundo. Pasamos de ver los fenómenos naturales como algo mágico, obra de dioses caprichosos, a entenderlos como producto de leyes que podemos comprender y hasta manipular. De alguna manera, los descubrimientos de la física y la química habían acabado con el misterio, y ya no había razón para adorar con temor al dios de las tormentas o al del fuego.

La devoción ciega y sin fundamento había conducido a los seres humanos a una actitud dogmática: como había cosas que no se podían comprender, había que obedecer a los que decían estar en posesión de la verdad única, aunque esa “verdad” a veces no tuviera ni pies ni cabeza.

La innata curiosidad del hombre, su natural sentido filosófico, le hizo cuestionarse los dogmas establecidos y experimentar con la naturaleza. Gracias a eso, y no sin tener que luchar mucho contra las creencias dominantes, las mentes más abiertas lograron abrir otras, derribar ideas irracionales y enfrentarse cara a cara con los defensores del dogma religioso.

Los milagros abandonaron el campo de la fe al ser explicados por la ciencia, y ahora la ciencia era la nueva religión. Los dogmas, antes establecidos en las Iglesias, empezaron a crecer también en los laboratorios. Ahora es la ciencia la que dice lo que es verdad y lo que no, porque el misterio ya no existe. El arco iris es un efecto de la luz sobre las gotas de agua, el altruismo una necesidad evolutiva y el amor una molécula. Así de fácil, así de preciso, así de objetivo y así de vacío.

Y sin embargo, esa “muerte” del misterio me produce más desasosiego que la adoración reverencial de cualquier dios de la lluvia. Creo que la ciencia fue (y sigue siendo) un método adecuado para conocer el mundo en el que vivimos. Es necesaria por eso. Creo que el campo de la religión es el del alma humana, no el de la física, y tratar de apropiarse de lo que no le compete le ha acabado pasando factura. Pero creo también que en un exceso de entusiasmo por desvelarlo todo, la ciencia ha caído en lo mismo que cayó la religión en el pasado, y trata de dar explicación a algo que no es material, y dogmatizar sin más que tiene derecho a hacerlo porque “todo es materia”. ¿Qué misterio puede haber en eso?

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La inocencia de los perros

Algunas veces me sorprendo preguntándome por qué me gustan los perros.

Mi casa y mi ropa están llenas de pelos de chucho, mis horarios están condicionados por las horas y tiempos en los que deben salir a pasear, salgo a la calle con lluvia, nieve o sol para que hagan sus necesidades tres veces al día, limito mis vacaciones a los lugares donde son admitidos y, algunas mañanas, mi cama amanece invadida de animales que creen que somos una manada y, como tal, cualquier lugar es bueno para dormir juntos.

Algunas de mis amistades y familiares me preguntan qué hago con tanto perro (3). Otros comentan que por qué rescatar animales habiendo niños que lo necesitan más, como si fuesen cuestiones excluyentes. Y por eso a veces me detengo a hacer el sano ejercicio de reflexionar sobre por qué hago lo que hago.

La respuesta es, quizá, muy personal, pero igualmente la comparto con vosotros. Quizá así podáis entenderme.

Hace más de 25 años que decidí hacer uso práctico de las enseñanzas filosóficas para ser mejor persona, convencida de que son las personas que luchan consigo mismas por vencer sus defectos y desarrollar mejor sus virtudes las que pueden hacer que el mundo sea un lugar un poco mejor.

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Los filósofos y el mundo

Hay filósofos y místicos que van por la vida con un halo de pureza y elevación. Tanto es así que en su filosofía y misticismo evitan mezclarse con el común de los mortales, con aquellos que no han alcanzado, como ellos, la profunda comprensión del universo y la vida. Entre ellos los hay que, en la creencia de saberlo todo, se atribuyen experiencias que nadie más ha tenido y el poder de juzgar a otros sin rubores. Son aquellos que hablan y hablan, pero nunca escuchan. También los hay de los que guardan un orgulloso mutis, porque sienten que nadie está capacitado para comprender la altura de sus pensamientos y no quieren echar margaritas a los cerdos. Estos tampoco suelen escuchar a los demás, sencillamente porque poco les importa lo que los otros tengan que decir.

No creo que esas personas tengan de filósofos o místicos más que el nombre. Un filósofo no puede nunca esconderse del mundo, ni levantar muros entre la humanidad y él. El objetivo de un filósofo que hace honor a su denominación de amante del conocimiento es, siempre, hacer del mundo un lugar mejor, no vivir al margen del mundo.

Podría parecer que el amante del conocimiento es, simplemente, un amante de lo teórico, de las palabras y los pensamientos, pero no de las acciones. Por alguna perversión del tiempo hemos separado en la filosofía la teoría de la práctica, y el conocimiento nos hace imaginar canosos ancianos de largas barbas, que se dejan la vista entre libros y tratados; sabios por los conocimientos que atesoran, e inaccesibles para los que quieran descubrirlos.

En la filosofía no existe eso de “yo y el mundo”, con un “yo” en el centro de la existencia y un “mundo” externo y ajeno a ese “yo”. La filosofía pertenece al mundo y es el mundo. El filósofo nace en el mundo, en él se forma, en él toma sus experiencias y a él debe su servicio. No como una entelequia, sino como una realidad. Si la filosofía se pregunta por la vida, el universo y la humanidad, es porque su objetivo es descubrirse como un actor vivo de ese universo que contempla y de esa humanidad de la que forma parte.

Un filósofo no puede, entonces, no sentir que su compromiso es con el mundo y con las gentes que del mundo forman parte. No tenemos más que echar un vistazo a esa gran maestra que es la Historia y encontrar que aquellos a los que llamamos filósofos, siempre han estado implicados en el mundo y la sociedad que les ha tocado vivir. Han participado del gobierno de sus ciudades, han intervenido en los asuntos de su entorno, han combatido en tiempo de guerra y educado en tiempo de paz. Ninguno de ellos vivió en una torre de marfil, ninguno se creyó por encima de los demás, ninguno creyó que el mundo era algo ajeno a él. Un filósofo es, y siempre será, aquel que se esfuerza, día a día, investigando, amando y sirviendo, para que el mundo en el que vive sea un poco mejor.

Sócrates perplejo: la posverdad

Cuántas veces nos habrán repetido siendo niños: “No se dicen mentiras”.

Pues, hala, llegamos a adultos y lo de decir mentirijillas se nos queda pequeño.

Acabamos de inventar las macromentiras, o sea, las mentiras a nivel planetario, que incluyen todas las variedades de este producto: calumnias, patrañas, medias verdades y bulos. Con ellas, hemos generado la posverdad, que significa que el discurso emocional y los prejuicios se imponen a los hechos objetivos en los estados de ánimo de la opinión pública.

Nos quedamos tan campantes siendo aplastados por la avalancha de falsedades que nos echan encima.

No se trata de inofensivas mentiras que no nos afectan. Al contrario, nos incumben y mucho, pues determinan la marcha de la sociedad en que vivimos y, por tanto, nos incluyen en la corriente que arrastra nuestro mundo en una determinada dirección.

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No se admiten niños

Los niños a veces son insoportables: chillan, berrean, moquean y tienen la irritante manía de hacer pucheros por todo. Estás tranquilamente disfrutando de una cerveza en una terraza y ahí está el niño, metiendo su cochecito en tu tapa, o corriendo entre las mesas. Si estás haciendo cola para el cine, ahí está también, preguntando en voz alta si el Capitán América es más fuerte que Hulk o no; ¡pero si la vas a ver ahora! Parece que no tienen educación ni modales, y sus padres apenas son capaces de hacer otra cosa que atiborrarlos a caramelos para que se callen y todas las miradas dejen de clavarse en ellos. Menos mal que hay sitios donde no se admiten niños y los adultos podemos estar tranquilos, lejos de su exceso de energía y falta de control emocional.

¡Los niños! Dicen que son la semilla del futuro; una semilla, la verdad, que cada vez toleramos menos. No es solo que incordien al vecino y den trabajo a la familia, es que encima hay que educarlos. Con lo fácil que sería conectarlos en plan Matrix a una máquina, y que se descargaran de ahí todos los conocimientos y toda la educación que necesitan para llegar a la edad adulta sin molestar.

–¡Hola papá!, ya soy adulto.

–¡Qué bien, hijo!, no nos hemos enterado, ¿cómo te llamas, por cierto?

Y lo cierto es que sí, son las semillas del futuro. No hay más que pensar en las personas que ahora llevan las riendas del mundo: los que deciden las políticas, los jueces que aplican las leyes, los que mandan tropas a la guerra o los que contaminan ríos y mares, todos ellos fueron niños alguna vez. También fueron niños los que rescatan animales, los médicos que van voluntarios a trabajar a países en desarrollo y quienes luchan por la vida digna y los derechos de otros seres humanos. Todos ellos fueron niños y otros, que fueron niños también, les sustituirán.

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Pobres argumentos

Nueva Acrópolis - Anuario 2016

Nueva Acrópolis - Anuario 2016Hacía mucho tiempo que un periódico no publicaba un artículo con críticas a Nueva Acrópolis. La cantidad de actividades que realiza esta organización y de las que damos puntual noticia en nuestro sitio web es la mejor respuesta a dichos comentarios. Nuestra labor en catástrofes humanitarias, la promoción de la filosofía, de la música, la pintura o el ajedrez, de actividades para jóvenes, la gran cantidad de labores de acción social, etc., hablan por sí solas.

Esta semana un medio digital (quizás pronto todos lo sean) ha publicado una mezcla de crónica, reportaje y artículo de opinión con un pobre argumentario que ahora quiero comentar.

Nos enseñan los filósofos clásicos que debemos argumentar con hechos y no con opiniones. Habrá quien opine que Nueva Acrópolis es una secta, pero frente a eso podemos responder con hechos como este reconocimiento internacional o este otro, o simplemente mencionar que la finalidad de Nueva Acrópolis es radicalmente anti sectaria.

A veces hay un periodista bien intencionado, pero mal informado, que se vale de un «experto anti sectas» (por cierto, él gana mucho dinero con sus críticas, mientras que yo no percibo nada por mi labor voluntaria) que se dedica a alarmar a los lectores, minusvalorando lo que hacemos o simplemente interpretándolo de forma tergiversada.

En esta ocasión quien escribe, con alguna falta de ortografía, aprovecha para criticar a otra organización que mantiene una guardería y un comedor para refugiados y utilizar pobres argumentos contra Nueva Acrópolis, basados en una supuesta entrevista con una persona que fue miembro de esta organización y que lejos de tener mal recuerdo, reconoce que «lleva a cabo una labor encomiable para la ayuda de quienes más lo necesitan».

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El valor de ser mujer

En el día en que se recuerda el papel de la mujer trabajadora, recordemos también que la filosofía no hace distinciones entre hombres y mujeres en cuanto a sus aptitudes para enfrentar la vida. Hay enormes ejemplos de ello en la historia. Algunos hombres que dejaron huella se atrevieron a defender la importancia de la mujer aunque su tiempo o su sociedad no lo hiciera.

Sin revanchismos ni discriminaciones, celebremos que somos humanos en un mismo barco, navegando por el misterioso mar de la vida, que necesita capitanes y timoneles, marineros y vigías para llevar a buen puerto nuestra nave. Tod@s somos necesarios. Tod@s podemos realizar un buen trabajo.

Ser mejores

A veces, en esos raptos de heroísmo de sofá que nos arrebatan de vez en cuando, pensamos que tendríamos que mejorar el mundo, y ¡zas!, en nuestra imaginación ya lo cambiamos: antes era rojo, y ahora es verde; o antes era azul y ahora es morado. Así, todo de golpe.

Pero la realidad es que no podemos pretender que un muro sea de piedra si está hecho con ladrillos.

Cada uno de nosotros es un ladrillo (sin ánimo de ofender) y deberíamos conseguir llegar a ser una buena piedra (por lo del muro, se entiende). Y si llegamos a aprender cómo se hace esa transformación, seremos capaces de enseñar a otros cómo hacerlo.  Sin dinamitar los ladrillos, ni las piedras, ni nada, que lo dejan todo hecho un asco.

Reflexionemos y actuemos sin alejarnos de los principios éticos que reconocemos como valores, y lo demás irá llegando.

El mundo empezará a mejorar transformando el primer ladrillo.

Conócete y encontrarás tu sitio

Publicado en
http://www.filosofiaparalavida.pe/articulos/conocete-y-descubre-tu-destino/#more-988

Había una vez, en algún lugar que podría ser cualquier lugar y en un tiempo que podría ser cualquier tiempo, un hermoso jardín, con manzanos, naranjos, perales y bellísimos rosales, todos ellos felices y satisfechos.

Todo era alegría en el jardín, excepto por un árbol profundamente triste. El pobre tenía un problema: “No sabía quién era”.

“Lo que te falta es concentración –le decía el manzano–. Si realmente lo intentas, podrás tener sabrosas manzanas. ¿Ves qué fácil es?”.

“No le escuches –exigía el rosal–. Es más sencillo tener rosas. ¡Mira qué bellas son…!”.

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